Relatos

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El Valor de Confesar

Aquel martes era como cualquier otro en la vida de James. Él es de ese tipo de hombres que vive sumergido en sus rutinas encantado de que nada las altere. Se duchó, se vistió mientras el café goteaba lentamente en la cafetera, en cuanto pudiera se compraría una expreso en condiciones, pero mientras que no tuviera suficiente ahorrado, su vieja cafetera de filtro era lo más. Todo el apartamento se impregnaba de olor a café y esa era su droga. Dejó todo recogido y salió a trabajar. Llevaba años trabajando en el londinense British Museum. No, no en plan Indiana Jones, no creáis eso, trabajaba en el restaurante del British Museum, pero para él, estar rodeado de todas esas maravillas era como un regalo. Su sueño era ser escritor. De hecho ya lo era, solo que aún el mundo no lo había descubierto, pero quien escribe, es escritor. Iba a todas partes con su cartera de cuero marrón y tela negra colgada del hombro y aprovechaba cualquier momento libre para escribir. La mayor parte de sus compañeras en el restaurante suspiraban por él: rubio, con unos rizos rebeldes que no paraban de taparle la frente con una grácil caída, unos intensos ojos azules, musculoso (era sensible y escritor, pero no un enclenque, le gustaba machacarse en el gimnasio un par de horas al día). A James le hacía gracia todo aquello, no es que le encantase la idea de romper corazones, no quería hacer sufrir a nadie, pero no podía dejar de parecerle irónico, porque nunca había sentido el menor interés por las mujeres. 

 

Ese mismo martes Zack se puso su traje de abogado destrozavidas, con su oscuro y brillante pelo engominado y peinado hasta el extremo para que no se le moviera ni medio centímetro, y cogió su carísimo Mini para ir al despacho, pequeño, pero ideal para moverse por Londres. Los divorcios complicados que tan bien solucionaba a favor de sus clientes llenaban las arcas del despacho, y en muy poco tiempo le ofrecieron ser socio. Zack no tenía tiempo ni para fijarse en si gustaba a alguna mujer. Tampoco es que le apeteciera demasiado, pero cuando algún cliente le hacía un regalo vestido de sensual bombón que dejaba esperando en el bar de siempre, no lo rechazaba, ¿a quién le amargaba algo de sexo? Hubiera preferido algo más... masculino, pero esa era una cuestión que ni al despacho ni a sus clientes les incumbía, prefería seguir manteniendo esa parte de su vida en la mayor de las oscuridades, porque solo quería centrarse en su brillante carrera, había luchado mucho desde que entró en la facultad de Derecho para acabar la carrera y posicionarse. Provenía de una familia humilde y tuvo que trabajar sin descanso para poder pagarse la carrera. Bien lo sabía James, que había sido vecino y amigo suyo desde la más tierna infancia. No podía soportar ese modo de entender la vida de Zack, por mucho que hubieran pasado dificultades económicas en el pasado, era uno de los temas sobre los que más discutían. Ese y su «no salida» del armario, James había superado ese paso hacía muchos años ya. De hecho, el primer día que Zack y él se besaron en un oscuro callejón, siendo unos adolescentes, supo que no podía postergar más el contárselo al mundo. Iban borrachos, sí, eso era evidente, si no no se hubieran atrevido a tanto. De hecho, los padres de James estaban de viaje ese fin de semana, y con la casa completamente vacía, ambos acabaron en la cama. Su primera vez, para ambos. Después de aquello, todo se convirtió en un desesperado intento por parte de James para que Zack reconociera no solo que le gustaban los hombres, sino que además le amaba, un intento inútil al que Zack Billowbi hizo oídos sordos durante años. Se moría por volver a tener a James desnudo encima suyo, y acariciarle, y besarle, y lamerle, y... pero ¡no!, no podía permitirse aquellos pensamientos. ¿Qué dirían en el despacho?, ¿qué diría el tipo de gente con el que solía juntarse? Y para que quedase claro que no se podía permitir aquellos pensamientos, aunque seguían siendo amigos, toda su rabia y frustración iba siempre a parar contra James Randall. 

 

Durante los años de carrera de Zack, James no mantuvo el celibato, tenía sus necesidades y no podía pasarse la vida esperándole (aunque en realidad le esperaba). Muchos chicos y hombres pasaron por sus brazos, pero no consiguió amar a ninguno. La sombra de Zack era muy extensa y todo lo cubría. Así llevaban... ¿cuánto?, ¿seis años? Traspasando la línea de la amistad de vez en cuando y estancados en una situación que algún día tendría que acabar de un modo u otro, pues era insostenible, al menos para uno de los dos. Zack, tan trajeado y con una vida modelo totalmente falsa, eso era lo que pensaba James. Muy valiente en el tribunal y un cobarde que se disfraza todos los días. Siempre que quedaban, llegaba un momento en el que la conversación acababa en ese mismo punto...

 

—Zack, mírame, solo te pido que me mires bien a los ojos. 

 

—Ya te miro, dale otro trago a tu copa.

 

—Ya se lo daré, ahora escúchame bien, no puedo pasarme la vida esperándote, ¿lo comprendes?

 

—Nadie te lo ha pedido.

 

—¿De verdad eres feliz así?

 

—Eso es algo que no te importa James.

 

—Eres mi amigo, claro que me importa. 

 

—¿Y qué es mejor?, ¿vivir como tú?, ¿que no sabes si el día menos pensando te largarán a la calle?, ¿sirviendo a estúpidos turistas que no saben ni cómo pedir los platos?

 

—Vale, ya salimos con lo del trabajo. Es difícil ser tu amigo, amigo. 

 

—Pues aguántate, amigo. 

 

—¿No te gustaría venir a mi casa?

 

—James... vamos. Si voy, mañana llorarás, como una maldita niña, y lo sabes. 


Siempre acaba así.

 

—Bien, perfecto, no vengas. Tú te lo pierdes. Ya te llamaré, amigo.

 

—¿Te vas?

 

—Sí, me voy —dijo acercándose a su oído—, esta erección no se me va a pasar aquí contigo diciendo gilipolleces. 

 

Aquel martes que ambos pensaban que sería un día más, sin embargo, el destino tenía pensada otra cosa para ellos. James terminó su jornada en el restaurante, echó un vistazo a la Piedra Rosetta (una de sus piezas favoritas del museo) antes de salir, tenía sobre él un efecto hipnotizante. Mientras la contemplaba vio un fugaz segundo a una pareja de gays cogidos de la mano, emocionados ante la visión de aquella maravilla, y emocionados se besaron. Sintió un dolor punzante en el pecho, un dolor muy profundo, ¿por qué el estúpido de Zack tenía que joderlo todo siempre? Eran amantes cuando a él le convenía y ni siquiera eso si lo pensaba bien, era como una marioneta bailando a su merced, pero él estaba enamorado de verdad, lo amaba con toda su alma, desde aquella noche en el instituto, cuando ambos perdieron su virginidad juntos. Sabía que lo amaba incluso antes de aquello, porque todo su cuerpo temblaba cuando estaba cerca de él, y el estómago se llenaba de mariposas. En la mirada de Zack intuía que aquello era correspondido, pero nunca, jamás, le había dicho que lo amara. Se preguntaba cómo pudo robarle aquel beso en el callejón. Estaba harto de todo aquello. Tenía que verle, al menos, si iba a dejar de ser hasta su amigo, debía decírselo a la cara. Él no era un cobarde. Le dolía demasiado como para seguir con su amistad. Entendía que eran amigos desde niños, sí, mas si esa amistad le hería, tenía que acabar. No podía seguir siendo solo su amigo. 

 

Tomó el camino de salida. Tenía su bici aparcada en la acera de la puerta principal, prefería ir a trabajar en bicicleta. Su mente bullía con mil posibles conversaciones a la vez, ¿cómo se lo diría?, ¿cómo se lo tomaría él? Tan absorto iba en sus pensamientos que no vio venir al camión. Un ruido sordo lo llenó todo y se hizo la oscuridad.

Zack recibió una llamada del hospital.

 

—¿Zack Billowbi?

 

—Soy yo.

 

—Tiene que venir lo antes que pueda al St. Bartholomew's Hospital señor.

 

—¿Qué ha sucedido?

 

—Es la persona de contacto de James Randall, por eso le llamo. Acaba de sufrir un accidente.

 

Zack ni siquiera se despidió de la mujer que lo había llamado, ni siquiera colgó el teléfono de su despacho, salió corriendo a buscar su coche como alma que lleva el diablo. James había tenido un accidente. ¿Qué le habría pasado?, ¡joder! El muy imbécil había tenido un accidente, no se atrevería a dejarle solo en la vida. No podía hacer eso. Siendo niños habían hecho un pacto: jamás se dejarían el uno al otro. Y no podía no cumplirlo. Ya se temía lo peor, la voz de la mujer no sonaba como si solo se hubiera hecho un rasguño, ¿y si para cuando llegara al hospital ya estaba...? ¿Por qué? Algo muy hondo removió todo su interior, como si un tsunami lo estuviera atravesando en ese preciso instante. Y fue ese y no otro el momento en el que se dio cuenta de que James tenía razón. Sí, había conseguido todo cuanto se había propuesto, pero estaba terriblemente solo. Y por mucho en que se empeñara en no entregarse a ese sentimiento, él también lo amaba. Lo amaba y nunca se lo dijo. Quizás ya no pudiera decírselo nunca, y sintió náuseas, hasta el punto que tuvo que detener el coche en un lateral y abrir la puerta para vomitar. 

 

Cuando llegó al hospital preguntó en recepción y la chica le dio las indicaciones para llegar a la zona de quirófanos. Salió corriendo por el pasillo. En la puerta le indicaron dónde estaba la sala de espera. «Le están operando ahora mismo señor, un médico saldrá en cuanto pueda para informarle del estado de su familiar». ¿Su familiar?, ¿quién había puesto James que era él? Sin otro remedio se sentó en la sala y esperó. Esperó horas, retorciéndose de impaciencia, dando viajes de ida y vuelta a la máquina de café. —Deberían tener una máquina de whisky, joder—, pensó. Allí todo el mundo estaba igual de inquieto que él. La puerta se abrió.

 

—¿Señor Billowbi?

 

—Soy yo —dijo levantando la mano como si estuvieran pasando lista de asistencia en el colegio.

 

—Venga conmigo por favor.

 

Alguien le dijo “ánimo” cuando estaba a punto de llegar a la puerta. Aquel hombre de bata blanca le estaba esperando detrás de la puerta.

 

—Soy el doctor Williams, el cirujano de su marido —así que le había puesto en calidad de marido. James...

 

—¿Qué ha sucedido doctor?

 

—El señor Randall ha sido atropellado. Lo hemos operado de urgencia, tenía múltiples traumatismos y....

 

—¿Y?

 

El médico notó la angustia en el rostro de Zack que ya se temía la peor de las noticias.

 

—Está a salvo. 

 

Zack suspiró aliviado. El médico le puso una mano en el hombro.

 

—Deberá permanecer en el hospital unos cuantos días y hacer algo de rehabilitación, pero es joven y está fuerte, le irá bien. No se alarme. Han tenido suerte. 

 

—¿Puedo verle?

 

—Ahora es mejor que vaya a descansar, aún debe despertar de la anestesia y estará unas horas en la unidad de recuperación. Puede venir más tarde. Pida en la recepción un pase.

 

—Gracias doctor. Esperaré aquí mejor. ¿Me avisará alguien cuando pueda verle?

 

—Claro, como prefiera.

 

Zack no pensaba moverse de allí. No sabía qué le diría cuando James abriera los ojos. Esos ojos azules que lo habían traído por la calle de la amargura, porque lo cierto era que cada vez que estaba con uno de esos “bombones”, su cabeza estaba con James. Pasaron otras tres horas hasta que una enfermera entró para avisarle de que ya podía verle. 

 

Al entrar en la habitación estaba casi irreconocible, vendado de arriba abajo, pero sus rebeldes rizos rubios se escapaban de las vendas para ir a su sitio natural, su frente y sus ojos. Él estaba despierto pero apenas podía esbozar una medio sonrisa.

 

—Hola amigo.

 

—¿Así que ahora soy tu marido?

 

Zack le besó castamente en los labios.

 

—No se me ocurrió nada mejor, qué quieres, rellené esos datos hace siglos.

 

—Está claro que eres escritor.

 

James intentó reírse pero le dolía todo.

 

—Procura no reírte, y no te incorpores, ¿no ves que no puedes?, acaban de operarte.

 

—¿No tenías nada mejor que hacer que estar aquí?

 

—¿Qué ha pasado?

 

—Iba hacia tu casa a la salida del trabajo cuando me ha arrollado un camión.

 

—¿Un camión?

 

—Sí, y ya no recuerdo nada, hasta hace unos minutos. 

 

—Me has dado un susto de muerte James, pensaba que no iba a volverte a ver.

 

—Bueno, habrías tenido con qué entretenerte. 

 

—Perdóname.

 

—¿Qué tengo que perdonar?

 

—Lo cobarde, gilipollas y estúpido que he sido. Te quiero —dijo acariciándole el rostro.

 

—Vaya, eso es una novedad. ¿Me quieres?

 

—Te amo, y nunca te lo dije.

 

—Zack, si esto es fruto simplemente del susto que te has dado... iba precisamente a tu casa para romper nuestra amistad.

 

—¿Por qué?

 

—¿Cómo que por qué? Yo no puedo seguir viviendo así, a merced de cuando te apetezca estar conmigo y a escondidas. Entiendo que igual no queda muy bien que un gran abogado de la City sea gay, pero, ¿a quién cojones le importa?, tu vida privada es tuya nada más. ¿No puedes separarla del trabajo?

 

—No, no puedo separarla. He sido lo que se ha esperado de mí, pero se acabó. El tiempo es demasiado valioso. No voy a ocultarme más. Quiero estar contigo.

 

—¿Con un andrajoso escritor hippy?

 

—No te burles, estoy hablando en serio.

 

—¿Y tu carrera? No quiero seguir sufriendo por ti. Estar conmigo significa estar conmigo en todos los sentidos, sin fingir, sin ocultarnos. ¿Serás capaz?

 

—Deja que te lo demuestre, por favor.

 

—¿Puedo preguntarte qué ha cambiado?

 

—Ser consciente de lo limitado que es nuestro tiempo.

 

—Bien, ahora te pones filosófico. El pensador y el romántico que lee a Jane Austen soy yo Zack. 

 

—James Randall, ¿querrás casarte conmigo?

 

Zack le preguntó aquello a James a bocajarro, no lo tenía preparado, no lo había pensado antes, pero la pregunta salió de lo más profundo de su alma.

 

—¿Y me llevarás a tus cenas de negocios?

 

—Te llevaré.

 

—¿Y se acabarán los bomboncitos de vestidos rojo brillante?

 

—Ni uno más.

 

—¿Le contarás a todo el mundo que eres gay?

 

—James Randall, por el amor de Dios, si me caso contigo creo que todo el mundo entenderá que soy gay, pero sí, se lo diré a todos si es lo que quieres. ¿Vas a contestarme ya o qué?

 

—Sí, me casaré contigo amor. 

 

James y Zack se besaron como pudieron y a James se le escapó, furtiva, una lágrima por la mejilla que absorbió el vendaje.

 

Seis meses después se celebró la boda de James Randall y Zack Billowbi. Y aunque Zack se parecía más al señor Darcy de lo que a James le hubiera gustado admitir, no había sido más feliz en toda su vida. 

 

Por su parte, Zack cumplió su promesa y tuvo el valor de confesar a los cuatros vientos que era gay y que se había casado con un hombre: familia, amigos, socios del despacho, clientes... Después de aquello pronto dejó de ser socio, pero eso ya se lo esperaba. No obstante, lo vio como una oportunidad para abrir su propio gabinete y luchar por la defensa de la igualdad de derechos. 

 

Ninguno de los dos podía ser más feliz, tener al otro cada noche a su lado en la cama, eso sí que era ser afortunado. 

 

 

 

 

 

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